lunes, 27 de febrero de 2012

Guardando Secretos (reeditado y traducido)

         Nunca he sido particularmente bueno guardando secretos. Una vez, accidentalmente le dije a la mitad del grupo sobre las depresiones de Alicia. El maestro de Literatura Latinoamericana me había tomado por sorpresa al preguntar por qué había estado volándose clases durante casi una semana. Le respondí que no se estaba volando clases, sólo no estaba de humor. Frunció el ceño en sorpresa e inquirió, casi burlonamente, a qué me refería exactamente con no estar de humor.

-Ella tiene algunos problemas psicológicos, ¿de acuerdo? No se siente bien pero se pondrá al corriente cuando lo haga. No es como si disfrutara faltar a clases. De hecho, le gusta mucho esta materia.-

Nunca me dí cuenta a tiempo pero había vertido casi todo respecto a sus recaídas a cerca de veinte chismosos estudiantes de periodismo. Fue un milagro que no se esparciera tanto la voz, en parte gracias a que la mitad del grupo aún no había llegado a la clase de las siete de la mañana.

Hubo otra ocasión en la que Sofía me hizo jurar que no le diría a nadie que no sabía andar en bicicleta. Para mí no era la gran cosa -yo nunca aprendí a andar en patines- así que no lo tomé muy en serio. Pero cuando lo saqué a relucir en tono de broma durante una plática casual con nuestros amigos, enloqueció. Se enfureció tanto que se negó a compartir información personal conmigo en adelante.

No me sorprende que yo haya sido uno de los últimos en enterarse que David era, en efecto, bisexual. No obstante, pese a lo que muchos pudieran creer, realmente sí he tenido éxito al guardar la intimidad de los demás. Sam le tiene miedo a los cerillos. Un día cuando jugábamos a arrojarnos fósforos ígneos, al raspar la punta de nuestros proyectiles, se retorció y nos pidió que no encendiéramos ninguno cerca de él. En realidad fue bastante divertido, nunca antes había escuchado ese tipo de fobia. Mantuvimos el secreto.

Claro que también hubieron veces en las que mis secretos salieron a flote. Cuando íbamos en la Prepa, Laura y yo juramos no decir nada a nadie al perder la virginidad. Insistió en mantenerlo estrictamente confidencial. Al llegar a casa le marqué a Daniel para contarle todo y le hice prometer que no diría una palabra. Lo mismo con Arturo. Ambos mantuvieron su promesa pero fue inútil; ella ya le había dicho a todos. Fue lo más ridículo. ¿Qué tan lejos estamos dispuestos a traicionarnos por un poco de atención?

Sin embargo, son los secretos de Ana los que conservo más. Básicamente porque nunca me los contó. Tuve que descubrirlos, como si la verdadera Ana estuviera escondida de alguna forma en gruesas capas de fortaleza. Y la encontraría en toda su fragilidad y su pasado ineludible, con la tristeza que guardaba en los ojos. Y oírla llorar sería como oír una cuerda de violín sollozando lentamente, perforándome.

Ella encendía velas cada noche antes de dormir. Las había de todos tamaños, colores y olores; manzana, naranja, cereza, canela. No podía dormir sin ellas. Y pese a que nos atrincheráramos en la cama con nuestros talismanes de cera, de vez en cuando ella tendría pesadillas y yo la abrazaría fuertemente y le acariciaría el cabello y susurraría en su oído, suavemente, incesantemente.

Y no puedo evitar pensar... ¿qué vamos a hacer con todas estas historias no reveladas? ¿Con todos estos dolorosos y hermosos sigilos? Y si lo que Ana aprendió resultara cierto, que no hay suficientes velas guardianas ni cerillos de madera en el mundo para ahuyentar el dolor incrustado dentro de nuestros secretos, la idea no me seduce. Me rehúso a desprenderme a pesar de las despedidas y las separaciones.

Voy a guardar éstos. Los atesoraré y nunca los dejaré ir, como si fueran míos, los más profundos. Y pese a que ahora nos encontremos millas lejos, sigo preguntándome... ¿me guardarán de vuelta estos secretos? ¿Cuántas veces habrán de dormirse nuestras velas? ¿Y cuántas veces debemos de encenderlas de vuelta, repeliendo a los demonios, destilando melancolía con cada uno de sus destellos?