viernes, 25 de febrero de 2011

Todo lo que solíamos ser (reeditado)

Cuando tenía 15 años tuve mi primera novia. Es decir, mi primera novia seria. Se llamaba Laura y no teníamos absolutamente nada en común. Me cago de risa cuando me acuerdo de ella. Era alta, muy alta y delgada, cabello lacio obscuro, gran cuerpo, poco cerebro. Tenía una afición enferma por Harry Potter: libros, películas, todo relacionado a ese cabrón. Laura. Me cago de risa.

No podría explicar porqué duramos tanto, casi 2 años y medio. Casi toda la preparatoria. Ni yo mismo lo entiendo. Bueno sí... quizá sí. Los dos quedamos apendejados por las mieles prematuras del amor, y claro, las del sexo (muy importante, quizá la más importante de todas). Tuvimos sexo a los nueve meses de novios. Ambos teníamos 16, ambos éramos torpes e inexperimentados y ambos sentimos dolor y después, placer. Dolor y placer. 

Así fue como nos enamoramos. Creíamos estar enamorados; lo repetíamos tanto como si de alguna manera el decir las palabras una y otra vez hiciera que fuera cierto. La verdad es que yo nunca la amé. No sé si ella alguna vez lo hizo, lo único que sé es que yo no, hasta ahora me doy cuenta. Éramos jóvenes, estúpidos, celosos, irresponsables.

Acabamos la preparatoria y ella se fue de la ciudad pero quería que continuáramos nuestra relación. Duramos dos meses a distancia, hasta que un puente ella regresó y salimos a cenar. Le dije que no estábamos yendo a ningún lado. Lloró. Fue en un restaurante de comida italiana muy romántico.

Muy poco después de eso me enteré que ella ya tenía otro novio y que se iría a Francia a "estudiar". Cuando regresó de Europa se había convertido en una espléndida puta de tiempo completo. Quiso que nos viéramos para platicar y tomar café. Accedí. Toda la noche estuvo insinuándoseme pero me negué, le dije que yo tenía novia. Después de eso dejamos de vernos y de compartirnos nuestras respectivas vidas.

Esa era mi segunda novia, Sofía. Yo tenía 19 y ella 17. Era todo lo contrario a Laura: Pequeña, tez blanca, cabello castaño. Nos conocimos en la universidad cuando yo también emigré de la ciudad. Nos besamos en un billar, semi-embriagados y casi terminamos fajando. Ella era aficionada al cine y al café. Hablábamos horas de libros, de música, visitábamos con frecuencia la Cineteca. Al principio fumábamos pero como ambos teníamos asma, lo dejamos juntos. Nos gustaba fumar mientras tomábamos café que preparábamos en mi casa. Ella me enseñó que el sedimento que se queda en el filtro de la cafetera se llamaba borra, y que sirve como fertilizante. Fue lo que usamos para hacer crecer unas plantas que compramos en el mercado de la colonia. Pero después, un día mientras lavaba los platos, ella rompió sin querer la cafetera y no hubo más café.

Duramos un año. Durante ese tiempo compartimos infinidad de cosas. Le escribí cientos de historias y cuentos. No teníamos sexo, hacíamos el amor, (al menos lo intentábamos). Ella había tenido relaciones con más personas que yo lo cual siempre me generó conflicto. Era celosa e inmadura, cualidades que por más que la amaba, me frustraban y que hacían que, en secreto, deseara que algún día cambiara. La llevé a conocer a mi familia, a mis amigos. Conoció mi ciudad, mis lugares, mi pasado. Ambos tuvimos errores, errores mortales. Creo que nunca nos dimos cuenta del daño que nos hicimos involuntariamente. Terminamos y nunca nos volvimos a hablar. Hasta la fecha la veo caminar por la escuela siempre con su nuevo novio de la mano. Todavía leo su blog. Todavía leo mis entradas dedicadas a ella. A veces me sorprendo a mí mismo extrañándola más de lo que aceptaría. Muy poca gente realmente supo cuánto la amé.

Ahora a los 21, tengo mi tercera novia. Su nombre es Ana. Tiene unos ojos enormes y redondos como la luna, la cual me ha dicho le agrada bastante. Todavía es muy temprano para haber descubierto esos pequeños detalles del otro que usualmente nos fascinan. Sin embargo, trato de llenar los espacios vacíos con suposiciones mías y me pregunto qué tipo de música le gustará. Qué tipo de comida será su favorita. Si es comunista o bipolar, si presenta estrés post-traumático, si lee mucho o poco. Quizá le guste Cortázar o Rulfo y hable francés y rara vez bese con la lengua o duerma con velas encendidas porque hasta un punto, aún le tema un poco a la obscuridad. Quizá bailar sea su adicción, lo cual sería desafortunado porque soy un asco para bailar. Y tal vez no le guste mucho el cine, tal vez prefiera el teatro, lo cual sería excelente ya que también soy un idiota en ese arte y me encantaría incluirme en sus causas y sus efectos. Y no sé, quizá algún día hasta llegáramos a sentir que somos las únicas dos personas en el planeta y nos demos miedo mutuamente y nos dé miedo lo que eso signifique. No sé, cosas así.

Pero constantemente tengo recuerdos de mis antiguos amores y siento como si de alguna forma estuviera siendo infiel. A veces quisiera no hacerlo, no pensar tanto en ellas porque no estoy seguro de que ellas hagan lo mismo. Me mata la curiosidad gran parte del tiempo el preguntarme si  me regresarán el acto. Me gusta creer que sí, aunque en el fondo sé que es muy improbable.

El otro día un maestro comentó en clase que pese a lo llegamos a creer a ratos, todo era posible, incluso amar a una persona. Lo chistoso es que lo dijo con tanto desdén, como si se tratara de lo más maniático e improbable que pudiéramos cometer.

No sé a cuántas personas haya yo amado. Sé que son pocas y que probablemente falten muchas. Es por eso que creo que en terrenos del amor, nadie nunca llega a decidir nada, son las posibilidades de la lógica las que inadvertidamente retan a lo absurdo del sentimiento y que, por obvias razones siempre se impone lo irracional que resulta amar a alguien. Pienso en todo eso y me gusta creer que aquella frase es cierta y que hasta lo más imposible como el amor, sucede, ya que necesitamos de esa locura, y si pudiera controlar algunas cosas pediría que no olvidáramos esos lugares comunes que tuvimos con esas personas, como Laura con sus libros, Sofía con su humo y su cigarro y Ana con sus hermosos ojos de luna.

A veces tengo tantas cosas en la cabeza que no sé qué pensar. De alguna manera sigo firme en dejar ir esas historias previas, poco a poco, tratar de no aferrarme a ellas por vías como la amistad o la cordialidad. Simplemente dejarlas ir. Pero luego me llega esta incontenible necedad y me vienen historias y momentos de Laura, Sofía o Ana y entonces pienso y me convenzo de que todas esas personas que estuvieron y se fueron siguen funcionando en algún nivel muy profundo dentro de nosotros, como la borra del café, esperando algún día ver florecer nuevas cosas.