viernes, 12 de abril de 2013

Las migajas de Santa Anna

El balón pasó surcando ferozmente a la izquierda de Félix, quien no hizo el mínimo intento para detener el penal, y se estampó con un ruido seco contra la reja de la cancha. Joel extendió sus dedos índices al cielo y se dirigió hacia el área chica, donde se dispuso a celebrar dando vueltas en torno a su rival.

-¿Descansamos un ratito?-
-Va.-

Los dos atletas se tiraron, exhaustos, sobre las frías gradas adyacentes a la cancha de fútbol y se pusieron a fumar dignamente.

-¿Sabes cuál fue el primer disco conceptual de toda la historia?-
-¿Cuál?-
- Es alguien que ni te imaginas. Luego luego piensas en The Who o en Bowie o en Pink Floyd pero nada que ver.-
-Ya, dime.-
-Frank Sinatra.-
-¿Frank Sinatra?-
-Sí, él fue el primero que conscientemente dijo "vamos a grabar un disco en el que todas las canciones hablen de lo mismo". A nadie se le había ocurrido antes, todos escribían canciones así, al chingadazo y las metían en un disco sin importar que hubiera un tema unificado, una unión...-
-¿Cómo se llama?-
-In The Wee Small Hours. Está poca madre, escúchalo. Está bueno justo para noches así. Tranquilonas.-

Joel escuchaba atentamente, aunque en el fondo su mente estaba en otro lado; pensando en los miles de planes que habían hecho juntos, él y Félix con respecto a Semana Santa y que nunca se habían concretado.

-Güey, hay que hacer algo chingón para vacaiones. Siempre quedamos y nunca hacemos nada. Podemos rentar una casa en Cuernavaca y llevarnos unas viejas... y un par de jóvenes.-
-Por mí va. Nada más hay que conseguir un coche.-
- ¿No vas a ir a Santa Anna en vacaciones?-
-No sé, todavía no he comprado el boleto ni nada. Si no voy, te aviso.-
-O vamos para allá. ¿Cuándo nos vas a invitar a conocer Felixlandia?-
-Jaja, un día de éstos, un día de éstos...-

El tabaco quemaba lentamente entre los dedos del portero. Félix dio una inhalada a su cigarro y observó cuidadosamente el humo fluir en el aire. Su mirada se fue perdiendo poco a poco entre la diminuta brasa y la densa niebla del pasado lo abarcó todo.

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Santa Anna es una ciudad cómoda para vivir. Se sitúa al noreste del país y comparte frontera con Estados Unidos, una cualidad que muchas veces llegué a considerar ventajosa pero poco a poco comencé a dudar de su verdadera utilidad. Después regresé a valorarlo. No sé bien por qué.

En fin, se trata de un puerto amigable de lento devenir, con una exquisita tradición culinaria y tendencias derechistas y conservadoras muy delimitadas. Estoica en creencias y tradiciones, aficiones y pasiones. La gente es cálida e ingenua, terca y desentendida, características que se reflejan en su estilo de vida relajado y solaz.

Santa Anna es uno de tres municipios que conforman la Zona Metropolitana de la región, siendo ésta la ciudad más grande e importante. De hecho, sería la capital del estado si no fuera porque tiene salida al mar y, debido a que los piratas y su amenaza de conquista nos dejaron lo suficientemente asustados, esta regla aún rige muchas partes del mundo. Sin embargo, según conteos recientes posee poco más de 300,000 habitantes. Menos que la delegación más pequeña del Distrito Federal.

Como en todos lados, hay extremos apabullantes. Por un lado tenemos una sociedad quasi-burguesa que marca la pauta en casi todos los sentidos. Una economía sólida, se podría decir, regida por el petróleo y la presencia inmutable del partido político más viejo que mueve todos los engranes desde muchas máscaras y velos. Sin embargo, existe un sector de la población que sabe que hay más que las apariencias, que sufre de hambre y frío, ajeno a los placeres generales y que no está conforme con la comodidad. La cultura, allá, es como abrir ostras en busca de diamantes. Tienes que indagar en el fondo del océano, debajo de las piedras, cavar en los confines más inesperados. Hay un sabor a incertidumbre incrustado en el paladar de quienes aún no tienen la lengua entumida. Sensación que se habría de confirmar con la llegada y establecimiento del narcotráfico y el crimen organizado. Pero seguimos desviando la mirada. Haciendo trampa.

Y no obstante, persiste la vida; los veranos calurosos, las guerras cándidas -¡tu mitad del vecindario contra la mía!'- y la pérdida de la inocencia, ver morir el sol en el punto más alto de la costa. Florece el romance puberto, las sonrisas honestas de la amistad genuina, el exilio.

Santa Anna fue por dieciocho años mi ciudad. Mi ciudad. ¿Mi ciudad?

Sus heroicas condiciones climatológicas hacen de mi lugar de origen un hito. No existe ciudad más húmeda en el continente. Tal vez es por esto que siempre sentí que Santa Anna era una ciudad salada, no sólo por la brisa que arrastraba con ella un sabor a mar que te impregnaba los labios y la piel y se te metía en los huesos, sino por el designio, el hechizo de la desolación.

Y así como Sodoma y Gomorra quedaron calcinadas en un segundo, atrapadas entre azufre y fuego por algún capricho divino de quien supuestamente las creó en primer lugar (casi como un niño jugando con Lego's que decide impulsivamente poner fin a su edificación), Santa Anna fue cubierta en ráfagas de tristeza. Y sus playas, sus catedrales, sus edificios, sus plazas, sus estatuas, sus avenidas se convirtieron en un espejo para nuestras ojeras. Las de todos, las tuyas y las mías. Pero no, ¡las mías no, por favor! Yo soy el héroe de esta historia, no necesito que me salven. ¿No es así?

Ahora, cuando regresamos es como si visitáramos una galería de arte antiguo. Y nuestros padres y abuelos y amigos y hermanos ya no son nuestros padres ni nuestros abuelos, ni nuestros amigos ni nuestros hermanos. Visitamos pilares de sal; estatuas valientes y opacas, cansadas de olvidar que esbozan sonrisas rotas, como diciéndome: "Somos todo lo que queda de tu rebeldía y tu orgullo, y tu soberbia y tu rencor." 


Es de noche, el lobo toca a mi puerta. Y sus garras hieden a soledad. Rondando sigilosamente, gruñe con malicia y me espera, me vigila, me advierte:

un día de éstos, un día de éstos...


-Qué onda, ¿ya nos echamos la segunda ronda?

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